LA SONRISA DE MI ABUELO
«Otra historia iaio» ─suplicaba─
«mañana más, ahora tienes que dormir, es muy tarde» ─me replicaba mi abuelo con
dulzura mientras me arropaba y me daba un beso. Era un enamorado de la cultura
escandinava, se sabía al dedillo todas las leyendas, mitos y tradiciones de
estos países.
Decidí hacer un viaje con los
compañeros de la universidad, la intención, después de un año bastante
convulso, era divertirme, despreocuparme de la rutina. Al hojear los folletos
del viaje, volvieron los recuerdos de los cuentos de mi abuelo y una sonrisa
melancólica se dibujó en mi cara: afloró toda mi niñez.
Cena con el capitán: trapitos
elegantes, buena comida, bebida abundante, espectáculos, diversión y baile
hasta altas horas: ¡me encanta bailar!

Hicimos
varias excursiones: ciudades, monumentos, naturaleza…, pero la del glaciar Briskdal me hizo temblar, no sólo por el
frío sino por la belleza de los paisajes; las flores multicolores destacaban
entre el verdor tierno de los campos mojados y el blanco azulado de la nieve.
No cabía una imagen más en mi cerebro. Comprendí la devoción de mi abuelo por
los vikingos. Luego ascendimos a Dalsnibba
a 1500 m. de altura por una carretera tortuosa entre nieve y bruma. En la cima
me acerqué, como atraída por un imán, al borde del acantilado. Todo lo que
había a mi alrededor desapareció, sólo veía, abajo, el fiordo en el abismo: una
sinfonía de azules velados se filtró por mis retinas, me envolvió en una
claridad inquietante. Los barcos, al fondo, se divisaban como fantasmas entre
nubes heladas. No sé el tiempo que trascurrió, la niebla dio lugar a un ocaso
que chorreaba sangre carmesí sobre el agua y desde el fondo del fiordo dos
antorchas incandescentes se clavaron con fuerza en mis pupilas: ¡era él, el
Kraken! En un refilón volvieron a mi memoria las terribles historias de mi
abuelo sobre el monstruo marino y me estremecí. No podía apartar la mirada de
sus ojos ardientes, como dos antorchas, que me atraían al vacío. Empecé a caer
en picado, unas pequeñas luces, como estrellas lejanas, descendían a gran
velocidad por las numerosas cataratas gélidas. En un abrir y cerrar de ojos un
batallón de Fossegrims, hadas con
diminutas alas transparentes, me trasladaron al tupido bosque y me depositaron,
con suavidad, sobre un mullido tapiz de flores silvestres. Cuando abrí los ojos
vi sus pequeños cuerpos cubiertos por trajes tejidos con finas capas de hielo
que brillaban como diamantes a la luz de la luna llena.

Cogidas de las manos empezaron a danzar
y cantar a mi alrededor mientras las minúsculas Thussen tocaban el arpa y el violín. Brindamos con ambrosía, hecha
con frutos rojos, servida en copas de hielo. Poco a poco, con una suave
plácidez, me sumergí en el azul etéreo de la fantasía.
Una potente voz me sobresaltó; me
desperté con los ojos repletos de sueños. «Todos los pasajeros deben dirigirse
a cubierta con los chalecos salvavidas para realizar un simulacro, gracias». No
sabía muy bien donde me encontraba. Me levanté y al acercarme al espejo, con
gran sorpresa vi, entre mi pelo enmarañado, un par de flores silvestres en las
que se derretía la escarcha. Cerré los ojos y vi la sonrisa de mi abuelo.
(Texto de Mara
Paredes Navarro. Fotografías de Ximo Martí)