El único viaje de
descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes sino en tener nuevos ojos.
(Marcel
Proust)
Quizá los “nuevos
ojos” que propone Proust exploren las huellas de las imágenes, emociones y
pensamientos guardados en nuestra memoria tras esta estancia, breve pero
intensa, por las orensanas tierras de la ribera del Sil.
Los paisajes
Al comienzo de
nuestro itinerario ascendente hacia el norte peninsular, el primer deslumbramiento
visual nos sorprende con las luces de la mañana en tierras castellanas. Apreciamos entonces la
luz trasparente y cristalina que perfila con precisión tierras y objetos en el
aire seco, y acerca a nuestros
ojos las lejanas cumbres de las montañas y sus nieves recientes. El verde pardo
de los pinos mediterráneos ha dejado paso al brillo luminoso del cereal, que
esboza un suave y ondulado tablero combinando su vigoroso verde con el intenso
amarillo de la colza y el ocre de las viñas aún desnudas. Poco a poco, a medida
que nos alejamos de las tierras
mesetarias para adentrarnos en el
norte leonés, observamos las enormes lajas fungiformes que parecen abandonadas
por alguna caprichosa y gigantesca criatura, empeñada en construir raros
edificios pétreos con los fragmentos caídos de los viejos paredones graníticos
de las estribaciones de la sierra de Guadarrama.
La belleza vegetal
de esta nueva flora, compuesta por carrascas, aromáticos matorrales y pinos piñoneros,
quedará unida para siempre a esas sugestivas formaciones rocosas que luego se usarán
para construir los monasterios, conventos e iglesias que miraremos con ojos
seducidos por estos exuberantes
jardines naturales, favorecidos por la húmeda y cálida primavera que nos
acompañará durante el viaje. El caluroso paseo por el adormecido Olmedo a la
hora de la siesta y la breve y apretada estancia en Ponferrada quedan pronto postergados
en la memoria debido a la maravillosa experiencia de contemplar ese Monumento Natural y Patrimonio
de la Humanidad conocido como Las
Médulas.
Las hemos visto
desde arriba, desde la cumbre a la que ascendimos por tortuosos caminos,
estrechas carreteras y verticales precipicios, que a más de uno le pusieron el
corazón y otras cosas en la garganta. Desde la altura de un abrupto picado, las formaciones cónicas y
arcillosas se extendieron ante nuestra mirada, emergiendo desde la frondosa vegetación
boscosa de los robles, alisos y castaños del Bierzo. Da la impresión de que este singular y fascinante paisaje,
formado hace más de 2000 años por la mano del hombre, podría desaparecer si la
naturaleza sigue avanzando sobre sus laderas y cubriendo con un manto verde el
ocre de la tierra emergente.
También hemos
transitado por su interior, adentrándonos en Las Médulas por caminos
sombreados por encinas, alisos y muchos cerezos, que aquí llaman bravos
o salvajes, y como siempre, por los ancianos y nobles castaños de retorcidos y
huecos troncos, que parecen reproducir las formas quiméricas de las mágicas
criaturas de los bosques. El frescor de las cuevas que se muestran al visitante
alivia el sudor de la subida y se complementa con la sorpresa de ver a algunos
osados amigos que, tras trepar por sus empinadas paredes, asoman por alguna
ventana perforada en la roca rojiza. Risas y buen rollo. El regreso por otro camino más corto nos
sorprende con la profusión de retamas, aulagas amarillas, jaras de flor blanca
y brezo violáceo. Un lujo para la vista y el cuerpo que celebramos con un
relajado y rico aperitivo.
Estas descripciones
vegetales no son capricho de la cronista, o quizá sí, pero es que el paisaje
que nos acompaña en este viaje no es simple espacio que rodea ciudades o
monumentos, sino que es un monumento en sí mismo, una catedral de leños y follaje
que se hace esencia y sustancia con las piedras, las tapas, el pulpo de Feira y
el vino Mencía. Todo cobra coherencia en el grato paseo, en la contemplación
tranquila de lo que durante la semana se nos irá mostrando y cuya experiencia
deseamos compartir con el lector.
Las piedras y su
temperatura emocional
Sin duda, la arquitectura
que ha ocupado el centro de este viaje pertenece sobre todo a los monasterios y
sus iglesias anexas, lo que dice mucho de la historia de estas tierras, de quiénes
eran los dueños de los recursos económicos y del poder. La aristocracia
medieval que elevó las paredes de los castillos, fue sustituida por las
poderosas ordenes religiosas, sobre todo por las benedictinas, a cuyo alrededor
de organizó la vida de aldeas y ciudades.
En nuestro camino hacia la provincia de Orense, nos llama la
atención la preeminencia del estilo renacentista y herreriano en los edificios
que visitamos. Alguien nos habla de antiguas intrigas políticas y un hipotético
castigo a los nobles de la zona, que habrían apoyado a La Beltraneja frente a
los Católicos Reyes en su causa por la corona castellana. En cualquier caso,
esta cronista desea dejar constancia de la frialdad, densa y plomiza, del
complejo conventual de Monasterio de San Vicente de Monforte de Lemos (Lugo).
Sus imperiales escaleras y agobiantes claustros, impregnados de gélida humedad,
se acomodan a la concepción de una
religión dogmática y opresiva como fue la post-tridentina. Sus muros
contienen un espacio que estimula la penitencia y el arrepentimiento en una
actitud cargada de resignada tristeza contemplativa.
Estas sensaciones
se atenúan en el complejo conventual de Celanova, ya en Orense. Se trata de un
pueblo muy agradable con una Plaza Mayor
con soportales y terrazas donde refrescarse y descansar. El monasterio de San Salvador contiene dos
claustros muy bellos, una iglesia tan barroca y panelada de brillantes dorados
que hace la delicia de algunos y la admiración de otros, que, aunque no
adeptos al recargado estilo, sí
reconocen el valor y la magnificencia del arte. Lo mejor nos espera fuera, en
el jardín, donde un oratorio mozárabe, la capilla de San Miguel, nos deja sin
respiración. Se trata de una diminuta capilla del siglo X, con un pequeño altar
al fondo del pasillo iluminado por una estrecha saetera y formado por columnas
rematadas con arcos de herradura, que conservan una ligera pigmentación geométrica,
resto de la perdida decoración primitiva. Este pequeño edificio ha quedado para
siempre en nuestra memoria y quizá contribuya a formar los nuevos ojos del viajero.
A partir de ahora,
la temperatura emocional de las piedras se va caldeando para subir al máximo en
el cenobio de San Pedro de Las Rocas, el más antiguo de La Ribeira Sacra y de
Galicia. Las capillas excavadas en la roca granítica, con estructura, arcos
visigóticos y tumbas antropomórficas en los laterales del suelo, configuran un
conjunto mágico y espiritual que impulsa la experiencia vital que guíe quizá nuestros
pasos hacia una visita futura. La
espadaña plana e imponente, clavada en la roca que surge de la tierra, completa
este conjunto ubicado entre bosques y fuentes que albergan imaginarias energías
del pasado. La historia y los proyectos espirituales de los hombres que poblaron
este espacio llegan hasta nosotros a través del telúrico material granítico, cálido
y sugestivo, como un mensaje que deja constancia de la Historia en un código
misteriosamente cifrado. La elegancia de San Estevo de Ribas de Sil, con sus
tres claustros y una iglesia basilical de tres ábsides, relata en su recorrido,
del románico al gótico y renacentista, la historia de su fundación y
trayectoria. Si no fuera por el cementerio añadido por funcionarios
insensibles, el conjunto sería un regalo pleno para los sentidos y la paz de la
mente, en un entorno natural de gran atractivo.
La cálida emoción
de esta visita se completa con el recorrido en catamarán por los cañones del
Sil, que nos permiten, con algún chaparrón que otro, disfrutar de las riberas
inclinadas sobre las que crecen los famosos viñedos. El paseo habría sido más
agradable si las aguas no hubieran estado tan remansadas y llenas de basura
flotante y de dudosa procedencia. Quizá a causa de las lluvias y vertidos
naturales, quizá por la desidia de los encargados del mantenimiento del río, el
hecho es que el Sil no fue lo que esperábamos. Pero Orense no defraudó. Su espléndida catedral gótica con
una maravillosa puerta románica policromada y el altar plateresco permanecerán
siempre con nosotros. Los paseos por sus calles, las tapas regadas con buen
vino y los baños en las aguas termales de Las Burgas nos relajaron
placenteramente cuerpo y al espíritu. La lluvia fina que resbalaba por los
rostros de los bañistas fue un elemento más agradable que molesto y una forma
de sentir en la propia piel el clima y el ambiente gallegos.
Según me cuentan
algunos, Rivadavia mereció la pena, no sólo por la amenidad de sus calles sino
por el encanto de sus iglesias y el buen vino de sus bodegas. El pulpo y
entorno de Carballiño no decepcionan a nadie pues a estas alturas ya estamos
todos enamorados de los parajes boscosos y los torrentes y ríos bravos que los
riegan. Oseira preside con su majestuoso y fortificado monasterio el pueblo de
San Cristovo de Cea, donde todo el mundo compra pan como loco. Ausente hoy de
los osos que justificaron su nombre, el edificio contiene, además de los
apacibles espacios claustrales y una iglesia que combina las naves góticas con
la bóveda plana renacentista, una sala capitular de columnas estriadas que
sostienen la bóveda de crucería a modo de palmeras, conjunto que nos recuerda
el bosque pétreo de la Lonja de Valencia. El efecto es de tal exquisitez y delicadeza que
desearíamos permanecer allí más tiempo del que tenemos. Lo guardamos también en
nuestra memoria para rememorarlo y volver quizá algún día.
Los expertos dicen que esta sala es una representación de la Casa de la
Sabiduría, imitación del templo
cristiano mencionado en las Sagradas Escrituras y construido de acuerdo con
misteriosas leyes numéricas que justifican sus armónicas proporciones. Las
nervaduras componen una gran flor cuyo centro y vértice es un medallón circular
con una cabeza mitad hombre y mitad mujer. Se trata del Gran Andrógino de alquímicas
connotaciones, lo mismo que la extraña ave dorada con rostro semihumano. La
triple cara que representa los tres estados del alma según Platón es otro
enigma más de este recinto lleno de misteriosos mensajes, propio de los conocimientos ocultos y crípticos de la
orden del Císter. Todo un universo de sabiduría escrito en el libro de las
piedras, que, oculto a nuestros ojos, se muestra solamente a los iniciados en
el arcano y místico lenguaje.
El castro de San Cibrao de Lás nos traslada a los tiempos prerromanos, y adquiere un ligero matiz surrealista con los vistosos colores de los impermeables y paraguas de los visitantes flotando entre las piedras que delimitan las antiguas calles y viviendas de unos pobladores ya desaparecidos. Con la visita al turístico pueblo de Allariz nos despedimos de Galicia y sus encantos para retornar a Valencia atravesando las tierras castellanas. La parada en Ávila es el broche de oro que cierra este maravilloso viaje. Aunque solo pudimos ver el monasterio de San Vicente con su espléndido cenotafio medieval y la catedral gótica con su doble girola de arquería en mármol veteado de rojos y ocres, la visita mereció la pena.
De vuelta, los tonos luminosos del cereal, atemperado por los rabiosos
amarillos de las flores de la colza, nos despiden al atardecer y se disuelven
lentamente en el recuerdo a medida que nos acercamos a los campos mediterráneos.
Ya en casa, los ojos
y amigos nuevos evocan acogedores y cálidos paisajes, piedras afables, tiempos
y risas compartidas. Las imágenes
se graban en la memoria junto al deseo de volver a visitar esta tierra
extraordinaria.
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