"Uno cree que va a hacer un
viaje, pero enseguida es el viaje el que lo hace a él” Nicolas Bouvier
Hacia la otra vertiente de los Pirineos.
Un
amanecer brumoso y mediterráneo filtra la forma difusa de un sol naranja, que
se disuelve mientras nos aproximamos a las tierras bajas del Delta del Ebro,
dejando un mar de plata líquida a la derecha. Cada vez más al Norte, penetramos
en las estribaciones de la cadena Costero-Catalana, con sus pliegues rocosos de
granito gris. Gerona nos acoge con su amable luz, sus jardines y calles de
bolsillo, las deliciosas cúpulas de sus termas y la elegante catedral, donde
algún pináculo neogótico altera el
conjunto. Siempre hacia arriba y con los farallones pirenaicos al fondo, poco a
poco el paisaje se va dorando con breves campos de cereales en sazón, combinados
con los bosques de pinos y carrascas, cuyo verdor apenas se ve interrumpido por
el ligero brochazo de las aulagas. Ya en
la llanura francesa del Midi, las tierras del Languedoc nos reciben con sus
viñas emparradas y las grandes lagunas que vierten sus aguas en el Mediterráneo
oriental, cerca ya de la ciudad de Narbonne, el comienzo de nuestro viaje
cátaro.
Belleza y bienestar: el comienzo y el final.
Como este
artículo no sigue un orden cronológico sino temático, este apartado se dedicará
al inicio y fin del viaje, dos enclaves tan gratos como bellos: la L´Abbye de Fontfroide
y Toulousse, el oriente y occidente del itinerario, el punto de partida y la
clausura de la zona con menos restos cátaros de nuestro recorrido.

El bellísimo entorno natural de la abadía acoge un conjunto arquitectónico que se
inicia en el románico, recorre el gótico, el renacimiento y el neoclasicismo -desde
el siglo XII al XVIII- y se recupera para la actualidad como próspero y privado
negocio vinícola, de restauración y turismo.
Los patios, sombreados por grandes madroños y glicinias, las puertas, balcones
y cancelas de artísticas forjas complementan la sobriedad del refectorio, el
encanto de la pequeña sala capitular y la elegancia de la iglesia abacial con
cristaleras del siglo XX. Tomamos nota de los conciertos navideños que aquí se
ofrecen por si se nos antoja volver en esas fechas. Hay que reconocer que el
producto final merece la pena, tanto por su magnífica flora de tilos, carrascas
y ciruelos silvestres, como por los pequeños huertos de plantas aromáticas, que
algunos abrazamos para impregnarnos de sus variadas y atractivas fragancias. La
rosaleda exterior y el jardín italiano que trepa por las laderas de la colina
completan un paseo delicioso, rematado por una excelente comida donde no faltan
los vinos.
Esta
visita nos ilustra con algunas curiosidades, como la decoración vegetal de
algunos capiteles con el cistel
o cister, un junco de agua que
dio nombre a la orden monástica que, tras su derrota en la contienda, fue
rápida y oportunamente sustituida por la de los dominicos. Todo ha sido, pues,
confort y satisfacción, tanto para los
sentidos como para el espíritu. La
belleza de este lugar es de las que dan sosiego y paz a la mente, sin malestar
alguno que la perturbe.

Igualmente hermoso resulta el Couvent des
Jacobins, antiguo monasterio de dominicos, que deslumbra con las palmeras
góticas de su sala capitular, el
apacible claustro y la esbelta y elegante torre-campanario, de rojo y vivo
ladrillo. Todo está convenientemente restaurado y envuelto para regalo y
complacencia del turista o del viajero. Contemplar la galería de los soportales
de la plaza del Capitolio con las pinturas de los techos de los soportales,
obra de Raymond Moretti, es un delicioso
placer, que se complementa con el ambiente de las calles y plazas. Todo bulle
de alegría y bienestar en esta ciudad, exenta de todo signo de tragedia, donde se
ha eliminado cualquier huella de la antigua y peligrosa disidencia. Todo lo que
hay, arquitectura y economía, refleja los valores de los vencedores, que la
convirtieron en símbolo de su victoria, pues, en palabras de Bertrand Rusell,
“la guerra no determina quién tiene la razón, sino quién queda”. De este modo, se
ha beneficiado, primero de la protección de la monarquía, y más tarde, del
tráfico fluvial propiciado por el canal del Midi, esa asombrosa obra de
ingeniería del siglo XVII. Una ciudad que continuó su expansión mediante la “industria
del pastel”, esa planta de leyenda, originaria del Pays de Cocagne, que vistió
de azul a vírgenes y nobles durante casi dos siglos.

Las huellas del pasado.
A estas
alturas de nuestro viaje ya sabemos que el apelativo “cátaro”, referido a los
disidentes cristianos que se enfrentaron a la ortodoxia romana, es
relativamente reciente y propiciado por el boom turístico. Más acertado sería hablar de “hombres perfectos” o “buenos”, o
“justos”, según parece. Lo que cuenta la historia es tan sencillo como brutal:
simplemente fueron masacrados y sometidos por los tribunales de los “guardianes
de la fe”, antecedentes de la denostada Inquisición. Curiosamente así se llaman
también los actuales organismos islámicos
que vigilan el cumplimiento de las leyes religiosas en países totalitarios como
Irán. Los restos de este sanguinario enfrentamiento entre el Papa Inocencio III
-aliado con Felipe II de Francia- y los habitantes del Languedoc -protegidos
por sus nobles y la Corona de Aragón- han quedado reducidos a tres enclaves,
que revelan la historia de diferentes maneras. Son Narbonne, Carcasonne y Albi.

Carcasonne
se nos ofreció como lo que parecía: un parque temático con sus triples murallas,
restauradas con el estilo “cartón-piedra” de la escuela neogótica de
Violet-le-Duc. Según parece su supervivencia se debió a su uso como núcleo militar y de acuertelamiento. Sin
embargo nos sorprendimos con un paseo desde el exterior amurallado hasta el
interior urbano, que sirvió de base a un relato histórico a través de las
piedras.

Y llegamos
a Albi. Si, como dice Hippolyte Adolphe Taine, “viajamos para cambiar, no de
lugar, sino de ideas”, esta cronista debe admitir que Albi ha sido la sensación
del viaje. Este pueblo grande y encantador, perfectamente cuidado y preparado
para deleitar al viajero, posee muchos valores, como sus paseos junto al río
Tarn cruzado por el Puente Viejo, sus pintorescas calles y plazas llenas de
animación, terrazas y restaurantes. También disfrutamos del Museo dedicado a Toulousse-Lautrec, un placer para la vista,
que puede acrecentarse con la visita a sus pequeños jardines versallescos. Nos
podemos detener además en la colegiata
románica de Saint-Salvi, con su claustro y su huerto en el centro. La mezcla de
estilos y materiales, piedra y ladrillo, confieren a este edificio una calidad
estética y sentimental bastante notable.
Especialmente si la comparamos con la catedral, la enorme, altísima e impresionante catedral de Sainte Cecile. Hay que aclarar que la vimos de noche y se nos mostró en su fachada más compacta y maciza, un edificio rojo y descomunal, de cuarenta metros de altura, con paredes lisas sin ventanas, interrumpidas por delgados cubos, más propios de una fortaleza que de un recinto religioso. Rodeándola, observamos un pórtico de piedra, en un gótico poco airoso, junto a una puerta con baldaquino que parece de un gótico flamígero más recargado del siglo XV. Unas enormes y desproporcionadas gárgolas de piedra sin función aparente, emergían caprichosamente de los lisos muros de ladrillo. En fin, un monumento absolutamente desconcertante., cuyo misterio se resolvió a la mañana siguiente.


Esta
catedral me parece la mejor metáfora del triunfo de los victoriosos sobre los
vencidos. Un recinto que represente el poder absoluto, el dogmatismo más
intolerante, el fanatismo más intransigente, pues parece opaco, denso, sólido,
estático e inerte en su deslumbrante belleza. No es abierto, ligero, dinámico
ni ascendente y luminoso como el gótico
de paredes aligeradas por ventanas ojivales y acariciadas por cristaleras
multicolores. En este edificio no entra ni sale nada que no sean las ideas enclaustradas
en su interior por aquellos que temen las ajenas. Y por ello representa
contundentemente la supremacía del poder frente a la libertad y la tolerancia,
el miedo frente a la esperanza, la sombra frente a la luz, y en resumen, el
cristianismo ortodoxo frente a una
herejía que ponía en peligro la gran estructura de la Iglesia.
La catedral de Albi, un edificio hermoso oculto tras un blindaje perfecto. No es frío ni cálido, sino febrilmente enfermizo en su indudable belleza. Aunque no lo parezca, aquí también el Norte se ha impuesto al Sur.
La otra historia: del peregrino al turista.
Quedan
algunos enclaves por comentar, entre ellos, sin duda, Conques y Rocamadour. Del
primero destacamos la hermosa iglesia abadial Sainte-Foy, de idéntica fábrica a
la de Saint Sernin de Toulousse. De factura románica, las tres altísimas naves,
con crucero, ábside y girola, combinan los arcos fajones de las bóvedas con los
arcos góticos de la cúpula y con la fragmentación de su peso en pequeñas
pechinas que sostienen los arcos descendentes hacia las ménsulas de las
columnas. Es como si el edificio quisiera parecer románico y esconder los
principios arquitectónicos góticos que lo sostienen.
En cierto modo, como
Rocamadour -espectacular respecto a su ubicación en las rocas del cañón formado
por el modesto río Alzou- con sus capillas románicas y góticas escondidas entre
los pliegues pétreos de la montaña, responde al mismo esquema: un cenobio o
eremitario primitivo, situado en grutas o cuevas y surgido alrededor de los
siglos VI a IX; un milagro, reliquia o tesoro, asociados a un santo o santa;
los consabidos exvotos y las limosnas de los peregrinos, y la construcción
final de una gran iglesia para acogerlos en su viaje. Todo un negocio cuyo eje fue el Camino de Santiago, y que en la
actualidad, bien restaurado y embellecido,
ha sido reciclado para el turismo.
Entiéndase: los dos sitios son preciosos, lo
mismo que Cordes-sur-Ciel, un agradable lugar con deliciosos rincones y
maravillosos parajes. Arte, artesanía, chocolate y algún exquisito y fresco macaron nos hacen la vida más dulce y
agradable. Todos estos lugares componen muy bellos decorados, aunque con excesivas tiendas de souvenirs.
“El arte
es el más bello de todos los engaños”, dijo Claude Debussy. Estamos de acuerdo.
Y también en que casi nada es lo que parece. Juan Perucho lo habría dicho
mejor, pero quizá con parecida ironía.
Escribe Gloria Benito. Fotografías de Elvira Ramos.
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