1/8/16

PASADO Y PRESENTE EN LA RUTA DE LOS CÁTAROS




"Uno cree que va a hacer un viaje, pero enseguida es el viaje el que lo hace a él” Nicolas Bouvier

Hacia la otra vertiente de los Pirineos.

Un amanecer brumoso y mediterráneo filtra la forma difusa de un sol naranja, que se disuelve mientras nos aproximamos a las tierras bajas del Delta del Ebro, dejando un mar de plata líquida a la derecha. Cada vez más al Norte, penetramos en las estribaciones de la cadena Costero-Catalana, con sus pliegues rocosos de granito gris. Gerona nos acoge con su amable luz, sus jardines y calles de bolsillo, las deliciosas cúpulas de sus termas y la elegante catedral, donde algún pináculo neogótico  altera el conjunto. Siempre hacia arriba y con los farallones pirenaicos al fondo, poco a poco el paisaje se va dorando con breves campos de cereales en sazón, combinados con los bosques de pinos y carrascas, cuyo verdor apenas se ve interrumpido por el ligero brochazo de las aulagas.  Ya en la llanura francesa del Midi, las tierras del Languedoc nos reciben con sus viñas emparradas y las grandes lagunas que vierten sus aguas en el Mediterráneo oriental, cerca ya de la ciudad de Narbonne, el comienzo de nuestro viaje cátaro.


Belleza y bienestar: el comienzo y el final.

Como este artículo no sigue un orden cronológico sino temático, este apartado se dedicará al inicio y fin del viaje, dos enclaves tan gratos como bellos: la L´Abbye de Fontfroide y Toulousse, el oriente y occidente del itinerario, el punto de partida y la clausura de la zona con menos restos cátaros de nuestro recorrido.




Desde Narbonne hacia la Abadía, el trayecto no puede ser más prometedor.  Bajo  un túnel de chopos  gigantescos, se nos ofrecen a la vista los bosques de cipreses, que, entre canales y acequias bordeadas por cañas, circundan los campos de cereal, viñedos y aromáticas. El monasterio y sus dependencias aparecen  depositados en el valle boscoso, como una joya pétrea, aislada y única. Como Toulousse, este complejo abacial representa, además de la confrontación, el triunfo del poder de Roma y la monarquía francesa sobre la heterodoxia albigense, y refleja a su manera la satisfecha prosperidad de los ganadores, la complaciente confianza de los que han sido premiados por la fortuna y la riqueza. 

El bellísimo entorno natural de la abadía  acoge un conjunto arquitectónico que se inicia en el románico, recorre el gótico, el renacimiento y el neoclasicismo -desde el siglo XII al XVIII- y se recupera para la actualidad como próspero y privado negocio  vinícola, de restauración y turismo. Los patios, sombreados por grandes madroños y glicinias, las puertas, balcones y cancelas de artísticas forjas complementan la sobriedad del refectorio, el encanto de la pequeña sala capitular y la elegancia de la iglesia abacial con cristaleras del siglo XX. Tomamos nota de los conciertos navideños que aquí se ofrecen por si se nos antoja volver en esas fechas. Hay que reconocer que el producto final merece la pena, tanto por su magnífica flora de tilos, carrascas y ciruelos silvestres, como por los pequeños huertos de plantas aromáticas, que algunos abrazamos para impregnarnos de sus variadas y atractivas fragancias. La rosaleda exterior y el jardín italiano que trepa por las laderas de la colina completan un paseo delicioso, rematado por una excelente comida donde no faltan los vinos.
Esta visita nos ilustra con algunas curiosidades, como la decoración vegetal de algunos capiteles con el  cistel  o cister, un junco de agua que dio nombre a la orden monástica que, tras su derrota en la contienda, fue rápida y oportunamente sustituida por la de los dominicos. Todo ha sido, pues, confort y satisfacción, tanto  para los sentidos como  para el espíritu. La belleza de este lugar es de las que dan sosiego y paz a la mente, sin malestar alguno que la perturbe.







La misma sensación nos produce Toulousse, una preciosa y bien trazada ciudad, abrazada por el canal del Midi y el río Garonne, que, también canalizado, desemboca en el Atlántico. Todo en ella es hermoso. Las mansiones y palacios renacentistas, como l´Hôtel d´Assézat, que gestionado por la Fundación Bemberg, acoge una  excelente colección de muebles, objetos, pinturas y esculturas, desde el siglo XVI al XX. Lo mismo diríamos de los monumentos religiosos y civiles,  como el neoclásico y decimonónico Capitole, o la basílica de Saint-Sernin, una de las más altas y bellas iglesias románicas, como conviene a su condición de descanso para los peregrinos que se dirigían hacia Santiago de Compostela. Su luminosa y blanca piedra interior hace brillar los altos muros, cuya bóveda, sostenida por arcos fajones, fragmenta y descarga su peso en las naves laterales mediante arcos que ya anuncian el gótico.

 Igualmente hermoso resulta el Couvent des Jacobins, antiguo monasterio de dominicos, que deslumbra con las palmeras góticas de su sala capitular,  el apacible claustro y  la esbelta  y elegante torre-campanario, de rojo y vivo ladrillo. Todo está convenientemente restaurado y envuelto para regalo y complacencia del turista o del viajero. Contemplar la galería de los soportales de la plaza del Capitolio con las pinturas de los techos de los soportales, obra de  Raymond Moretti, es un delicioso placer, que se complementa con el ambiente de las calles y plazas. Todo bulle de alegría y bienestar en esta ciudad, exenta de todo signo de tragedia, donde se ha eliminado cualquier huella de la antigua y peligrosa disidencia. Todo lo que hay, arquitectura y economía, refleja los valores de los vencedores, que la convirtieron en símbolo de su victoria, pues, en palabras de Bertrand Rusell, “la guerra no determina quién tiene la razón, sino quién queda”. De este modo, se ha beneficiado, primero de la protección de la monarquía, y más tarde, del tráfico fluvial propiciado por el canal del Midi, esa asombrosa obra de ingeniería del siglo XVII. Una ciudad que  continuó su expansión mediante la “industria del pastel”, esa planta de leyenda, originaria del Pays de Cocagne, que vistió de azul a vírgenes y nobles durante casi dos siglos.  

En esta ciudad no se aprecian los signos de la crisis actual, pues ha sido favorecida de nuevo por la fabricación del gigantesco Airbus, ese proyecto aeronáutico que patrocina la Comunidad Europea con los impuestos de todos. Tocado por el favor de los dioses de la economía, es hoy un lugar para ser feliz en un medio bello y muy, pero que muy bien conservado.


Las huellas del pasado.

A estas alturas de nuestro viaje ya sabemos que el apelativo “cátaro”, referido a los disidentes cristianos que se enfrentaron a la ortodoxia romana, es relativamente reciente y propiciado por el boom turístico. Más acertado sería  hablar de “hombres perfectos” o “buenos”, o “justos”, según parece. Lo que cuenta la historia es tan sencillo como brutal: simplemente fueron masacrados y sometidos por los tribunales de los “guardianes de la fe”, antecedentes de la denostada Inquisición. Curiosamente así se llaman también los actuales organismos  islámicos que vigilan el cumplimiento de las leyes religiosas en países totalitarios como Irán. Los restos de este sanguinario enfrentamiento entre el Papa Inocencio III -aliado con Felipe II de Francia- y los habitantes del Languedoc -protegidos por sus nobles y la Corona de Aragón- han quedado reducidos a tres enclaves, que revelan la historia de diferentes maneras. Son Narbonne, Carcasonne y Albi.




De la primera recordamos sus calles casi vacías, los negocios cerrados y la catedral dedicada a los santos Justo y Pastor, de altísimos y oscurecidos techos, cuya solidez  impone al Sur el gótico del Norte. El abandono actual del edificio parece simbolizar una crisis real que enlaza con la decadencia histórica que alejó a esta urbe del canal del Midi, germen de crecimiento y riqueza. A ella debemos agradecer haber visto el funcionamiento de las esclusas, esos ascensores de agua que hacen subir y descender a las embarcaciones. Lo mejor, los alrededores con su paisaje verde y frondoso.


Carcasonne se nos ofreció como lo que parecía: un parque temático con sus triples murallas, restauradas con el estilo “cartón-piedra” de la escuela neogótica de Violet-le-Duc. Según parece su supervivencia se debió a su uso como  núcleo militar y de acuertelamiento. Sin embargo nos sorprendimos con un paseo desde el exterior amurallado hasta el interior urbano, que sirvió de base a un relato histórico a través de las piedras. 
Desde su origen galo-romano evidenciado por la sillería de piedra pequeña y ladrillo, hasta su destrucción por el legado Simón de Monfort en el siglo XIII, en esta ciudad aún  se puede leer una historia de intransigencia y fanatismo, donde la religión fue el pretexto para el control económico y político de la zona. Como siempre, el pasado nos enseña a comprender el presente. El interés se  centra en el tema defensivo y en la orientación de la fortaleza, entre el Macizo Central y los Pirineos, hacia el oeste, lo que convirtió a Carcasonne en un cruce geográfico, político y religioso en el que confluyeron todas las tensiones del poder. Ese nos parece su principal interés, su carácter de manual de estrategia defensiva. Lo demás, el interior urbano aparenta ser un decorado para turistas. 


Sólo la encantadora basílica de Saint Nazaire, mezcla de románico y gótico, compensa la sensación de espacio invadido por un turismo estandarizado. Y un poco plastificado también. 





Y llegamos a Albi. Si, como dice Hippolyte Adolphe Taine, “viajamos para cambiar, no de lugar, sino de ideas”, esta cronista debe admitir que Albi ha sido la sensación del viaje. Este pueblo grande y encantador, perfectamente cuidado y preparado para deleitar al viajero, posee muchos valores, como sus paseos junto al río Tarn cruzado por el Puente Viejo, sus pintorescas calles y plazas llenas de animación, terrazas y restaurantes. También disfrutamos del Museo dedicado  a Toulousse-Lautrec, un placer para la vista, que puede acrecentarse con la visita a sus pequeños jardines versallescos. Nos podemos detener además en la  colegiata románica de Saint-Salvi, con su claustro y su huerto en el centro. La mezcla de estilos y materiales, piedra y ladrillo, confieren a este edificio una calidad estética y sentimental bastante notable. 



Especialmente si la comparamos con la catedral, la enorme, altísima e impresionante catedral de Sainte Cecile. Hay que aclarar que la vimos de noche y se nos mostró en su fachada más compacta y maciza, un edificio rojo y descomunal, de cuarenta metros de altura, con paredes lisas sin ventanas, interrumpidas por delgados cubos, más propios de una fortaleza que de un recinto religioso. Rodeándola, observamos  un pórtico de piedra, en un gótico   poco airoso, junto a una puerta con baldaquino que parece de un gótico flamígero más recargado del siglo XV. Unas enormes y desproporcionadas gárgolas de piedra sin función aparente, emergían caprichosamente de los lisos muros de ladrillo. En fin, un monumento absolutamente desconcertante., cuyo misterio se resolvió a la mañana siguiente.

Hay que decir que el interior es sencillamente deslumbrante. Se trata de un edificio gótico del siglo XIII, de nave única y gran altura, como dijimos.  Al mirar hacia arriba nos encontramos con  las bóvedas completamente llenas de pinturas decorativas italianas del siglo XVI con gran colorido aunque predomina el oro sobre fondo azul. Bajo las dos grandes columnas que sostienen el campanario, un pintor anónimo del siglo XV pintó con crudo realismo el universo cristiano tras la muerte: la resurrección de los muertos, el juicio final, el infierno y el cielo. El gran órgano neoclásico, situado encima, confiere a este conjunto de sobrecogedora belleza el poder de conmovernos hasta lo más profundo.  Pero aún hay más: al volvernos vemos el Coro y el Jube más espectaculares que podamos imaginar. Tanto la tribuna de entrada al coro como éste están tallados en piedra calcárea conformando un sutil y ligero encaje que contiene la sillería sobre la que 70 angelitos policromados y diferentes parecen custodiar el recinto.

Este espacio espectacular y extrañamente orientado hacia el oeste es una mezcla de iglesia y fortificación del más singular estilo. Si lo observamos atentamente observamos que se trata de un lugar absolutamente cerrado, sin huecos ni ventanas que dejen pasar la luz. Del exterior han desaparecido los estrechos contrafuertes, los arcos y arbotantes que suelen cabalgar por las alturas de las iglesias góticas. Estos elementos se encuentran escondidos en los cubos de la fachada amurallada, ya que los obispos y señores vencedores de los albigenses confinaron la catedral gótica en una fortaleza de ladrillo. Cerraron a cal y canto el edificio, lo mimaron y decoraron con colores y formas, para el exclusivo disfrute de la jerarquía eclesiástica, pues esta iglesia no fue parroquia para el pueblo hasta el siglo XIX, durante la administración napoleónica.

Esta catedral me parece la mejor metáfora del triunfo de los victoriosos sobre los vencidos. Un recinto que represente el poder absoluto, el dogmatismo más intolerante, el fanatismo más intransigente, pues parece opaco, denso, sólido, estático e inerte en su deslumbrante belleza. No es abierto, ligero, dinámico ni  ascendente y luminoso como el gótico de paredes aligeradas por ventanas ojivales y acariciadas por cristaleras multicolores. En este edificio no entra ni sale nada que no sean las ideas enclaustradas en su interior por aquellos que temen las ajenas. Y por ello representa contundentemente la supremacía del poder frente a la libertad y la tolerancia, el miedo frente a la esperanza, la sombra frente a la luz, y en resumen, el cristianismo ortodoxo frente a  una herejía que ponía en peligro la gran estructura de la Iglesia.

La catedral de Albi, un edificio hermoso oculto tras un blindaje perfecto. No es frío ni cálido, sino febrilmente enfermizo en su indudable belleza. Aunque no lo parezca, aquí también el Norte se ha impuesto al Sur.

La otra historia: del peregrino al turista.

Quedan algunos enclaves por comentar, entre ellos, sin duda, Conques y Rocamadour. Del primero destacamos la hermosa iglesia abadial Sainte-Foy, de idéntica fábrica a la de Saint Sernin de Toulousse. De factura románica, las tres altísimas naves, con crucero, ábside y girola, combinan los arcos fajones de las bóvedas con los arcos góticos de la cúpula y con la fragmentación de su peso en pequeñas pechinas que sostienen los arcos descendentes hacia las ménsulas de las columnas. Es como si el edificio quisiera parecer románico y esconder los principios arquitectónicos góticos que lo sostienen. 


En cierto modo, como Rocamadour -espectacular respecto a su ubicación en las rocas del cañón formado por el modesto río Alzou- con sus capillas románicas y góticas escondidas entre los pliegues pétreos de la montaña, responde al mismo esquema: un cenobio o eremitario primitivo, situado en grutas o cuevas y surgido alrededor de los siglos VI a IX; un milagro, reliquia o tesoro, asociados a un santo o santa; los consabidos exvotos y las limosnas de los peregrinos, y la construcción final de una gran iglesia para acogerlos en su viaje. Todo un negocio cuyo eje  fue el Camino de Santiago, y que en la actualidad, bien restaurado y  embellecido, ha sido reciclado para el turismo. 

Entiéndase: los dos sitios son preciosos, lo mismo que Cordes-sur-Ciel, un agradable lugar con deliciosos rincones y maravillosos parajes. Arte, artesanía, chocolate y algún exquisito y fresco macaron nos hacen la vida más dulce y agradable. Todos estos lugares componen muy bellos decorados, aunque con  excesivas tiendas de souvenirs.  


“El arte es el más bello de todos los engaños”, dijo Claude Debussy. Estamos de acuerdo. Y también en que casi nada es lo que parece. Juan Perucho lo habría dicho mejor, pero quizá con parecida ironía.


Escribe Gloria Benito. Fotografías de Elvira Ramos.




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